lunes, 19 de marzo de 2012


Homenaje al ojo inmune de la calle


Por Ghiovani Hinojosa
Fuente La República   18 de marzo de 2012
DANIEL PAJUELO: 
PESCADOR DE INSTANTES
Su hábitat eran los cerros de El Agustino, donde se movía como pez en el fango. El paradigmático fotógrafo Daniel Pajuelo Gambirazio retrató el lado más sórdido de la Lima: lugares, ídolos y usanzas marginales. Mañana lunes se inaugura en la Casa O’Higgins del Centro de Lima la exposición “La calle es el cielo”, que muestra el grueso de su trabajo a 12 años de su muerte. Aquí detalles poco conocidos de la vida del reportero gráfico que se hacía amigo de sus agresores.

“¿Dónde está el lugar al que todos llaman cielo?”, anotó Daniel Pajuelo en su libreta. Estaba tendido sobre su cama en un hotel de la ciudad de Mar del Plata, en Argentina. Era la primera semana de enero de 1999. Tenía un cigarrillo en los labios, y dos botellas de cerveza Quilmes esperando por él en la mesa de noche. El discman, que solía proveerle un fondo musical a casi todo lo que hacía, reproducía una canción de Luis Alberto Spinetta. Aquella que cuenta la historia del Capitán Beto, un aventurero que emprende un viaje sideral a bordo de una nave destartalada.
La pregunta que Daniel había escrito en su libreta parecía justa. Llevaba algún tiempo soportando fuertes dolores en la cabeza y una sensación inédita de cansancio. El 23 de noviembre de 1998 había apuntado en el cuadernito verde que llevaba a todos lados: “Hay algo en mi cerebro a parte del rollo, de ataque extraño, de afecto, de adormecimiento y bajón cerebral que me da en cualquier momento y me deja maltrecho”. Era entonces uno de los reporteros gráficos más cotizados del diario El Comercio. Precisamente había sido enviado a Argentina para cubrir los partidos del campeonato sudamericano Sub 20 de ese año. Cuando Daniel envió por internet las primeras fotografías que había tomado de los encuentros, la sala de redacción de El Comercio rebosó en desconcierto. Muchas de las imágenes estaban desenfocadas. Era algo insólito en un fotógrafo que tenía acostumbrados a todos a encuadres prolijos, focos precisos y mucha inteligencia. Por aquel tiempo, ya era famosa su reputación como pescador de instantáneas que destilaban humor, sarcasmo y marginalidad.
Al llegar a casa tras el viaje, su madre, doña Esperanza, le serviría una taza de té y notaría, preocupada, cómo él echaba la cucharadita de azúcar fuera de lugar. Empezaría a quedarse ciego. Maldeciría el mundo. Reservaría lo poco de vista que le quedaba para ver películas con sus hijos. Un tumor cerebral llamado astrocitoma lo sumergiría en el negro total. Como si estuviera condenado a pasar el resto de su vida en un cuarto fotográfico oscuro y sin salida. Pero eso ocurriría después. Ahora estaba despanzurrado en su cama, llenando la habitación de humo de tabaco. Spinetta le había puesto triste. Tomó su discman y cambió el CD por uno de la banda argentina Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. Un grupo caleta, propio de su melomanía crónica. “Son más místicos los tíos, tocan 2 veces al año, no dan entrevistas, son muy herméticos”, puso en su libreta. Y, luego de pensar un rato, materializó un febril anhelo: “Ojalá algún día toquen en El Agustino y sepan lo que es bueno”.
“Esto es bueno”, les dijo Daniel Pajuelo a sus compañeros del diario El Mundo mientras abría su maletín. Acababa de llegar de una comisión periodística en la Cordillera del Cóndor, en Tumbes, adonde había ido a fotografiar la campaña de Susy Díaz al Congreso. Era la primera mitad de 1995. Ante la mirada atenta de sus colegas, fue tirando poco a poco de una pequeña prenda que rápidamente reveló su extravagante intimidad: era el taparrabos de Susy, una tanguita de flecos que la vedette había exhibido durante ese viaje. Ella tenía 31 años y no pocos seguidores, por lo que el objeto se convirtió rápidamente en una especie de trofeo de guerra. “Pajuelo se convirtió en el héroe de la jornada”, recordaría tiempo después Herman Schwarz, ex editor gráfico de El Mundo. “Así de pícaro era”.
En otra ocasión, en medio de una huelga de prostitutas en El Trocadero, convenció a una para que realizara una complicada contorsión sobre su cama. La mujer, cuyo rostro miraba al techo, flexionó los brazos y las piernas hacia atrás, y llevó el abdomen hacia adelante, formando una especie de araña humana. Una araña pulposa y sonriente. La fotografía forma parte del repertorio clásico de Daniel. En aquel tiempo, anotó en un cuadernito negro una reflexión que bien podría reflejar su talante desfachatado y anarquista: “El Trocadero no lo han cerrado por el sida, los chancros o las ladillas, como afirma un exagerado diario capitalino. Lo que pasa es que las meretrices decidieron librarse del yugo monopólico de la ‘MAMY’ e ingresar con todo a los tiempos modernos”. 
Daniel Pajuelo fue reportero gráfico de El Mundo entre 1994 y 1996. Fue su primera experiencia en prensa. Al inicio fue reticente a entrar al periódico porque temía tener que alejarse del mundo marginal, su escenario predilecto. Como miembro del proyecto Tafos (Taller de Fotografía Social), había pasado varios años recorriendo y fotografiando entornos precarios en todo el Perú. Una de sus tareas principales había consistido en enseñar fotografía a mineros y obreros de Morococha, La Oroya y Huancayo. En El Mundo trabajó con  periodistas como Esther Vargas y María Luisa del Río, y con fotógrafos como Martín Mejía y Nancy Chappell. También conoció a Malú Cabellos, su última compañera sentimental. Ella lo recuerda como alguien osado, fresco y exigente. Daniel solía esperar en la puerta del cuarto de revelado del semanario las reproducciones preliminares de sus negativos. A diferencia de la mayoría de reporteros gráficos, él era un experto laboratorista. Había convertido un baño inservible de su casa en un cuarto de revelado, en el que tenía los químicos necesarios para ampliar las fotografías de sus proyectos personales sobre los cerros de El Agustino. La fotografía en aquel tiempo era como la cocina, cada quien tenía su propia sazón. Y la de Daniel rebosaba en ají.
El primer lente fotográfico que tuvo Daniel Pajuelo fue la ventana del auto de su papá. Desde un borde de metal rectangular, descubrió que la realidad se podía enmarcar y que para hacerlo bien había que penetrar con la mirada. Don Isaías Pajuelo solía dejarlo esperando dentro del carro mientras se iba a hacer compras en el mercado de frutas. Delante de sí, el pequeño Daniel tenía la imagen de un monstruo de arena multicolor, el cerro El Pino, que deglutía con sus mandíbulas a cientos de inmigrantes provincianos. Le fascinó el cuadro. Años más tarde, volvió a este lugar y a otros tan o más tremebundos cuando trabajaba atrapando perros callejeros en un centro antirrábico de Comas. Disponía ya de un nutrido repertorio de maneras y frases pendejas, por lo que no le costó relacionarse y establecer amistad con los moradores de este mundo real maravilloso. Los cerros de El Agustino –el Agucho, para él– empezaron a ser su hábitat. Y sintió entonces la necesidad de inmortalizar la efervescencia: intelectuales de esquina, rockeros desaforados, putas desalmadas. Consiguió colgarse en el cuello una cámara Rollei 35s usada.
Daniel no era un foráneo que llegaba a tomar fotos, sino un chico de barrio que simplemente llevaba una cámara. Al formar parte natural del entorno, sabía cuándo disparar y cuándo no. Una noche caminaba por los linderos del cerro El Pino cuando un grupo de hombres lo interceptó.
–Oye, causa, necesitamos ese aparato tan pulenta: tenemos que quemarlo pa’ comer- gritó uno de ellos.
Daniel se sentó en una piedra mugrosa y lo miró tranquilo.
–Causa, me llamo Daniel y me dicen el Daniel, ¿quieres la lenteadora pa’ comer o pal’ pastel?
–Tengo dulce pa’ recetearme por una semana. Lo que no tengo es billete pa’ que coma mi hembra y los animalitos que parió.
–Habla, pues, así. Vamos a comprar pollo para tus hijos.
Esa noche, recuerda la mamá de Daniel, terminaron todos tomándose unas cervezas en la casa del ladrón. Daniel no sólo logró conservar su cámara, sino que también ganó un amigo protector en el cerro. En intentos de asalto anteriores, había bastado con prometer a los malhechores tomarles las fotos más lindas de sus vidas. Y claro, cumplir.
Daniel Pajuelo podía convertirse en amigo de su asaltante con naturalidad y sencillez. Podía tejer una red de contactos capaz de introducirlo en los círculos sociales más herméticos. Podía cultivar amigos que casi le rendían pleitesía. Podía engreír el ojo de miles de personas. Pero a veces no podía soportar el tráfago que era su vida familiar. A los 26 años tuvo sus primeros hijos, dos gemelos, que nacieron de una mujer llamada Violeta. Al poco tiempo, se separó de ella y empezó a ver a los bebés esporádicamente. Su vida de fotoperiodista viajero sólo complicaba las cosas. Un día de 1994 estaba dentro de un bus rumbo a Ica y fue invadido por “un sentimiento de culpa de padre ausente” debido al “hijo que ya manifiesta su disconformidad negando un beso sin mala intención”. Esto de acuerdo a los apuntes que hizo en la libreta que llevaba entonces. Aquella vez, apuntó también una frase temblorosa: “El sentirme un eterno deudor de sentimientos deberá tocar techa algún día”. El 7 de diciembre de 1995, el hombre que tenía siempre los pies bien plantados sobre el pavimento o la arena, anotó en su clásica bitácora: “A veces pienso que estoy tan lejos, realmente tan lejos, de la realidad, y que mi caparazón es inmenso, duro. Pero el día que se rompa voy a quedar totalmente demolido. Necesito llorar, tener sexo y dormir”.


Las capturas de Pajuelo tienen, según Herman Schwarz, esa “cosa medio dark”, ese vaho de sordidez que exuda una ciudad alterada. Una urbe que sufre traumas y mestizajes permanentes. Su fotografía ha sido tan poderosa que ha inspirado cuadros, como los del pintor Enrique Polanco, y una canción, Catalepsia, de Los Mojarras. Daniel murió a las 37 años el 14 de setiembre del 2000. Lo último que hizo fue mandar a traer a su casa una mesita de luz, como la de los médicos radiólogos, para ver de cerca los negativos de sus fotos. Quería sentir, aunque sea con el tacto, el sabor de sus incursiones marginales. Por fin lo había comprendido todo: la calle es el cielo. 
Pintura de Enrique Polanco inspirada en las imágenes de Daniel

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